ALAN JOYCE
Un londinense que vive sus veintes en la
cresta del Hipismo, 1969, se encuentra con una colombiana quien
al verlo reconoce el amor a primera vista. Se casan y se vienen a vivir a Colombia.
Alan Joyce, a muchos kilómetros de su tierra, inicia un recorrido de vida que
en su momento dará un vuelco sorprendente. Ingeniero mecánico de profesión y hippie laureado, Alan y Mónica Otero vivieron
durante muchos años la vida de una pareja tradicional en torno a la cual
criaron a sus dos hijos. El aplicaba su profesión en varias empresas y ella
montó un taller de Moda.
Fue allí, en el taller, en donde una de las
empleadas le pidió ayuda para una sobrina que tenía internada en el Instituto
Nacional de Cancerología. Un día cualquiera se ofreció a llevarla hasta allá y
entró. Los enfermos apostados a lado y lado del corredor del instituto,
formaron la primera imagen de lo que estaba a punto de convertirse en la razón
de ser de su vida. Cuando pasó por la puerta de Pediatría… dio un paso que no
tendría regreso.
Un grupo de niños recibiendo tratamiento acompañados
de atareados médicos y enfermeras llenaban el lugar. Alan se acercó a una niña conectada
a dos bolsas: una bolsa roja - quimioterapia – y una bolsa transparente de suero.
Con las manos sobre las bolsas y haciendo uso de su directo humor británico le
preguntó: “Qué es esto? Una de Super y
otra de Corriente?” Los niños, las enfermeras y los médicos soltaron la
carcajada, por el ambiente pasó una buena
onda, y Alan descubrió que podía ayudar a otros simplemente siendo él
mismo.
Continuó visitando el instituto cada vez con más
frecuencia, especialmente por una niña muy enferma a quien parecía aliviar mucho su presencia. La niña murió un viernes. Durante ese
fin de semana Alan divagó en un limbo que lo empujaba a decidir entre la
seguridad de la vida que le daba su profesión de ingeniero, y el gusto por lo
que hacía en el instituto que ya tomaba visos de pasión. Pero la decisión se demoraba. El lunes
siguiente salió como todos los días para la oficina. Al llegar, un cambio de
porteros lo enfrentó a un hombre que no lo conocía. El portero inició su
proceso de consulta y marcación de extensiones, mientras Alan esperaba. Detenido
allí, frente a su lugar de trabajo, a través de la reja, de pronto la vio en
toda la dimensión de lo que significaba: la puerta de su oficina cerrada… No
tuvo más dudas, le pidió al portero que no lo anunciara y regresó a su casa a
imaginar una fundación para niños enfermos de cáncer. Para ese entonces, el
rastro de “paz y amor” dejado por el hipismo había encontrado refugio en el
Budismo que, más que una religión, se convirtió en una forma de vida. Dharma, llamó a la Fundación que
significa enseñanza.
Los niños enfermos de cáncer llevan una carga
impensable lejos de sus familias: enfermedad, dolor, incertidumbre, miedo y un
encuentro cercano con la muerte. Una organizada mente de ingeniero en la que
habita un relacionista público nato, le sirvió a Alan para estructurar un lugar
que atiende todas las necesidades de los niños, y para encontrar el apoyo
financiero de muchas personas. Su propia experiencia con una enfermedad que lo
mantuvo un año en un hospital cuando pequeño, le sirvió para entender la soledad
de un niño que sufre una enfermedad visible en un mundo de adultos que pretende
no verlos. Ni siquiera les hablan de eso. Alan les organizó una casa llena de
luz, orden, actividades, alimentación, entretenimiento, estudio y descanso.
Porque él lo cree y lo vive, los niños allí aprenden a vivir el momento, a
vivir hoy, a disfrutar la vida. Quimioterapias, estudios, novios o novias,
salidas, rumbas, películas, televisión, computadores, comida, lo tienen todo, y
lo comparten con una serenidad verdaderamente extraordinaria.
La solidaridad que desarrollan entre ellos da
lecciones impactantes. Una adolescente a quien su condición no le permitía
dormir acostada, tenía un novio también interno, quien la sostenía sobre su
pecho de pie para que pudiera dormir una horas. Algunos sobreviven, muchos
mueren. Pero en este mundo de tantos retos, los niños de Dharma tienen la mejor vida posible en tan difícil situación. Alan cree que al quitarle el misterio a la muerte deja
de asustarlos. Quizás por eso se ríen todo el tiempo, él y ellos. Este hippie
graduado, ingeniero renegado y Budista confeso revolotea por toda la casa
aplicando sabiduría serena y, también, su demoledor humor británico. Cuando el
fotógrafo se disponía a obturar la cámara para registrarlo parado junto a una
niña pecosa y sonriente a quien le habían amputado una pierna, Alan le pasa el
brazo sobre los hombros, mete su pierna entre la de ella y la muleta y le dice:
“Así no saben a quien le falta que.” / Mayo 1/2011 - SYLVIA DAVILA MORALES®
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