01 May 2011

APRENDER A MORIR: UNA FORMA DE VIDA




By: Sylvia Davila MM
Bogotá
Copyright
Mayo 1/2011

ENGLISH VERSION

ALAN JOYCE




Un londinense que vive sus veintes en la cresta del Hipismo, 1969, se encuentra con una colombiana quien al verlo reconoce el amor a primera vista. Se casan y se vienen a vivir a Colombia. Alan Joyce, a muchos kilómetros de su tierra, inicia un recorrido de vida que en su momento dará un vuelco sorprendente. Ingeniero mecánico de profesión y hippie laureado, Alan y Mónica Otero vivieron durante muchos años la vida de una pareja tradicional en torno a la cual criaron a sus dos hijos. El aplicaba su profesión en varias empresas y ella montó un taller de Moda.

Fue allí, en el taller, en donde una de las empleadas le pidió ayuda para una sobrina que tenía internada en el Instituto Nacional de Cancerología. Un día cualquiera se ofreció a llevarla hasta allá y entró. Los enfermos apostados a lado y lado del corredor del instituto, formaron la primera imagen de lo que estaba a punto de convertirse en la razón de ser de su vida. Cuando pasó por la puerta de Pediatría… dio un paso que no tendría regreso.

Un grupo de niños recibiendo tratamiento acompañados de atareados médicos y enfermeras llenaban el lugar. Alan se acercó a una niña conectada a dos bolsas: una bolsa roja - quimioterapia – y una bolsa transparente de suero. Con las manos sobre las bolsas y haciendo uso de su directo humor británico le preguntó: “Qué es esto? Una de Super y otra de Corriente?” Los niños, las enfermeras y los médicos soltaron la carcajada, por el ambiente pasó una buena onda, y Alan descubrió que podía ayudar a otros simplemente siendo él mismo.

Continuó visitando el instituto cada vez con más frecuencia, especialmente por una niña muy enferma a quien parecía  aliviar mucho su presencia.  La niña murió un viernes. Durante ese fin de semana Alan divagó en un limbo que lo empujaba a decidir entre la seguridad de la vida que le daba su profesión de ingeniero, y el gusto por lo que hacía en el instituto que ya tomaba visos de pasión.  Pero la decisión se demoraba. El lunes siguiente salió como todos los días para la oficina. Al llegar, un cambio de porteros lo enfrentó a un hombre que no lo conocía. El portero inició su proceso de consulta y marcación de extensiones, mientras Alan esperaba. Detenido allí, frente a su lugar de trabajo, a través de la reja, de pronto la vio en toda la dimensión de lo que significaba: la puerta de su oficina cerrada… No tuvo más dudas, le pidió al portero que no lo anunciara y regresó a su casa a imaginar una fundación para niños enfermos de cáncer. Para ese entonces, el rastro de “paz y amor” dejado por el hipismo había encontrado refugio en el Budismo que, más que una religión, se convirtió en una forma de vida. Dharma, llamó a la Fundación que significa enseñanza. 

Los niños enfermos de cáncer llevan una carga impensable lejos de sus familias: enfermedad, dolor, incertidumbre, miedo y un encuentro cercano con la muerte. Una organizada mente de ingeniero en la que habita un relacionista público nato, le sirvió a Alan para estructurar un lugar que atiende todas las necesidades de los niños, y para encontrar el apoyo financiero de muchas personas. Su propia experiencia con una enfermedad que lo mantuvo un año en un hospital cuando pequeño, le sirvió para entender la soledad de un niño que sufre una enfermedad visible en un mundo de adultos que pretende no verlos. Ni siquiera les hablan de eso. Alan les organizó una casa llena de luz, orden, actividades, alimentación, entretenimiento, estudio y descanso. Porque él lo cree y lo vive, los niños allí aprenden a vivir el momento, a vivir hoy, a disfrutar la vida. Quimioterapias, estudios, novios o novias, salidas, rumbas, películas, televisión, computadores, comida, lo tienen todo, y lo comparten con una serenidad verdaderamente extraordinaria.

La solidaridad que desarrollan entre ellos da lecciones impactantes. Una adolescente a quien su condición no le permitía dormir acostada, tenía un novio también interno, quien la sostenía sobre su pecho de pie para que pudiera dormir una horas. Algunos sobreviven, muchos mueren. Pero en este mundo de tantos retos, los niños de Dharma tienen la mejor vida posible en tan difícil situación. Alan cree que al quitarle el misterio a la muerte deja de asustarlos. Quizás por eso se ríen todo el tiempo, él y ellos. Este hippie graduado, ingeniero renegado y Budista confeso revolotea por toda la casa aplicando sabiduría serena y, también, su demoledor humor británico. Cuando el fotógrafo se disponía a obturar la cámara para registrarlo parado junto a una niña pecosa y sonriente a quien le habían amputado una pierna, Alan le pasa el brazo sobre los hombros, mete su pierna entre la de ella y la muleta y le dice: “Así no saben a quien le falta que.” / Mayo 1/2011 - SYLVIA DAVILA MORALES®












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