Copyright
Mayo 10/2011
Mayo 10/2011
Publicado en el periódico El Tiempo/ Mayo 7, 2011
A
los treinta y siete años, cuando ya había escalado todos los peldaños de
colegio, universidad, trabajo, matrimonio y dinero que, según rezan los manuales,
llevan al éxito, Juan Francisco Samper decide ser padre y adopta a una niña
solo. Convence a la agencia de adopción, modifica su sistema de trabajo,
convierte el funcionamiento de su vida doméstica en un reloj suizo, inicia su
vida paternal solo y se convierte en una mamá ejemplar. Es un caso único.
El
de Juan Francisco Samper fue uno de los más tradicionales recorridos de la
sociedad bogotana. Estudia en el Gimnasio Moderno, sigue a la Javeriana en
donde estudia Sociología, se especializa en la universidad de Los Andes y
apuntala sus conocimientos en el exterior. Fue vicepresidente de Recursos
Humanos de varias importantes instituciones bancarias, pero dedicó la mayor
parte de su vida al área en donde mejor aplicaba sus talentos: acción comunal.
Una personalidad constante que trataba por igual a todo el mundo, sencillez y
humor, le abrían las puertas a proyectos
que implicaran organización comunitaria. Cuando decide adoptar, ha pasado por
dos matrimonios sin hijos y lleva una vida holgada que disfruta solo.
La
decisión de convertirse en padre adoptivo soltero - único caso en Colombia - lo lanzó por una autopista en la que
tuvo que enfrentar los trámites de adopción del país, las normas laborales, los
estereotipos sociales, la vida doméstica y su proyecto de vida. En 1985, con una carrera profesional
estable, puso a pensar a las instituciones de adopción, pasó todos los
requisitos e investigaciones exitosamente, y esperó a que una hija le cambiara
la vida. Julia llegó de seis días de nacida.
Para
entonces, su capacidad administrativa había convertido la casa en toda una
empresa para la crianza. Sopas marcadas y refrigeradas en orden cronológico,
closet organizado por tallas, suministros específicos en días específicos,
visitas controladas, muñecos y colores y Hermencia, una nana que se volvería
del alma.
Una
vez la casa estaba en orden y funcionando, Juan Francisco libró la segunda de
las varias batallas que daría por su hija.
La entidad bancaria de la que era
vicepresidente no consideraba en sus normas licencia
de maternidad para un hombre,
licencia que él ya había solicitado. Se la negaron. Renunció al trabajo, inició
una discusión jurídica de varios años que terminó en la modificación de la
jurisprudencia laboral en ese tema, y le dio a Julia el tiempo y dedicación que
da cualquier madre a su recién nacido. Reservado por naturaleza y celoso de su
vida privada, ganaba sus batallas en silencio y se retiraba a su casa a su vida
sencilla. En medio de hermanos famosos – Daniel que ya brillaba en el
periodismo y Ernesto que ya incursionaba en la política – Juan Francisco disfrutaba
la sombra.
Se
divertía rompiendo el estereotipo de lo que se supone debe ser una madre y un
padre llevando a Julia a todos los lonches.
En medio de una multitud de señoras cargadas de bebés, sobresalía su uno
ochenta y pico de estatura, la barba y los anteojos redondos. Hizo uso de su
concurrido círculo de amigas para asegurarle a Julia el aporte femenino en sus
primeros años. Él mismo había tenido uno contundente: doña Helena, su madre,
graduada de Química a comienzos del siglo pasado y profesora de Humanidades
durante toda su vida, instaló en la familia un claro transfondo humanista y es
la culpable del sentido del humor de sus descendientes.
La
recién nacida condición de padre de Juan Francisco no detuvo sus demás
proyectos. Cuando la niña tenia tres años, se ganó una beca Fulbright y se fue
a estudiar a los Estados Unidos con ella y con la vieja nana. Juan Francisco
era la “mamá-papá” más orgulloso de la comarca y el más aplicado y eficiente.
Reuniones del colegio, fiestas, paseos, médicos, compras, comidas, estudios,
todo lo manejaba con disciplina y un humor constante que le ganaba multitud de
adeptos. Pocos años después,
cuando había dejado de lado la idea del matrimonio tras dos fallidos
intentos, el amor apareció de sorpresa, se casó con Lorencita Santamaría quien
le dio otra hija, Lina, y la vida le compensó todos sus esfuerzos con una feliz
familia de cuatro.
Cliente
asiduo del Refugio Alpino del que
recitaba la carta de memoria, lleno de ahijados que recogía por la vida, de
gustos sencillos, vestido como cualquier paisano, cálido, divertido y decidido,
Juan Francisco Samper marcó un hito en el renglón de la paternidad en el país,
exaltó la adopción como un recurso maravilloso para niños que de otra forma
jamás habrían tenido un padre como él, y demostró que ser mamá es simplemente
un asunto de amor y dedicación.
Fue
una personalidad muy original - no se parecía a nadie - que consiguió salirse
del esquema formal y tradicional para construir la vida en la que
verdaderamente creía, y la cual hizo posible gracias a un raro coctel de
talentos: corazón inmenso, inteligencia aguda, humor penetrante. Y le cumplió a
Julia. La acompaño en todo su recorrido de bebé, niña, adolescente y mujer. Hace
cuatro años, cuando ella cumplió veintiuno Juan Francisco murió, dejando el
legado de una vida capaz de escuchar sus propias prioridades, ponerlas en
marcha y sacarlas avanti. También dejó a Lina, un clon de su mirada astuta y su
dulce sonrisa.
Reservado
como era, nunca explicó a nadie los motivos de su decisión de adoptar una hija,
pero como en una premonición de lo que la vida le tenía en ciernes, años antes
de adoptar a Julia, en el bautizo de la primogénita de su mejor amigo en el que
era el padrino, la madrina no llegó. Era un bautizo multitudinario en la
iglesia de Las Aguas en el centro de Bogotá. En las bancas los padres sentados
con los niños, y de pie en el corredor central dos filas: la de los padrinos y
la de las madrinas. El cura llamaba a los padres por orden alfabético y estos
se acercaban a la pila bautismal con el hijo y los padrinos. La ceremonia
comenzó y las filas empezaron a moverse. La esposa de su mejor amigo
desesperaba porque la madrina no llegaba. El puesto al lado de Juan Francisco
seguía vacío.
Juan
Francisco, sosteniendo la situación, caminaba dos pasos en la fila de los
padrinos y se pasaba a la de las madrinas. Cuando llegó al altar el cura le
preguntó “Es usted el padrino?” Juan
contentó: “Si”. “Y la madrina…?” preguntó el cura, momento en el cual Juan
Francisco corrió de un lado al otro de la pila bautismal y contestó: “Aquí está”. Para tranquilidad de los
padres, su certero don de gentes consiguió que el cura aceptara bautizar a la
niña con él ejerciendo ambos papeles. El resto de su vida esa niña lo llamó
como inicialmente le dictó su medialengua: La Marrina.
/ Silvia Davila Morales © Mayo 10/2011
No comments:
Post a Comment