Sucedió el primer día de clases. Mamá había decidido
sacarnos a mis tres hermanas y a mi del colegio en el que estudiábamos para
repartirnos a cada una en un colegio distinto. Tenía ocho años. Me tocó en
suerte un plantel que ese año inauguraba Helena Cano Nieto, una mujer de
sociedad, humanista, culta y rica, que había optado por dedicar su vida a la
docencia. Le habían autorizado abrir cursos desde kinder hasta tercero
elemental, el mío. Abrió el colegio en su propia casa, una hermosa mansión de
dos pisos, enchapada en madera en su interior y rodeada por un inmenso jardín
en el que reinaba un eucaliptos centenario. Esa mañana, mientras seguía a la
profesora por esa casa fantástica experimenté la inquietante soledad. Nunca
había ido al colegio sin mis hermanas, estaba sola. Mi guía me empujó
suavemente dentro del salón dio media vuelta y desapareció por el corredor
dejándome enfrentada a una señora que sostenía una tiza. La maestra auscultó el
salón y me ordenó: Siéntate ahí.
Ahí era un pupitre en
la primera fila que compartiría con una niña de impactantes ojos verdes, cola
de caballo y uniforme impecable. Me senté en silencio en la madera sólida y
fría del pupitre de una sola silla y tapas independientes. Mi lado estaba
vacío. Del otro lado había, perfectamente alineados, un lápiz negro, un lápiz
rojo, tajalápiz, borrador, plumilla, tinta, secante y una bolsa para
guardarlos. La voz de la profesora se esfumó bajo los sentidos concentrados
en la nueva realidad que se materializaba ante mis ojos. Un salón iluminado por
luz natural que entraba por ventanales, tras de ellos el eucaliptos centenario.
Un tablero verde revestido con la blusa de seda y la falda larga de la
profesora. Veinticinco niñas comportadas. El recreo sumó un nuevo elemento al
escenario. En el colegio anterior el fin de la clase era anunciado por un
timbre estridente. Aquí, una pequeña campana dorada instalada en el travesaño
de la puerta cantó su tilín talán, fanfarrea que dio inicio a una nueva etapa
de la vida.
No
conocía a nadie ni sabía en donde tendría lugar el recreo, así que permanecí
sentada. Con tres palabras simples y sencillas se dio inicio a una amistad que
haría un recorrido por nuestras vidas durante más de treinta y cinco años. Yo
soy Claudia, dijo mi vecina de pupitre, a lo que respondí, yo soy Silvia.
De
ahí en adelante los caminos serían paralelos. Colegio, viaje a Europa,
Universidad. Durante esos años fuimos testigos de todos pasos, estudios,
amigos, novios, familias, planes de las niñas que se convierten en adolescentes
y luego en mujeres. Fue madrina de mi matrimonio - llevó una orquídea - y del
nacimiento de mi hija. Era una amistad que entendía sin palabras, había respeto
y nos reíamos mucho. Se convirtió en mi hermana. Cuando yo inicié vida maternal
y sus estrictas rutinas, ella había acumulado kilometraje de recorridos por
este mundo. De las selvas del Mirití a Harvard, de un continente a otro,
compartiendo por igual con directores de cine e indios guayú, actores y
técnicos, artistas y paracaidistas, siempre con su cámara al hombro, de
proyecto en proyecto, protagonizando la mejor de todas las historias, la
suya.
Un
31 de diciembre hace nueve años, llamó a las nueve de la noche para saber yo en
qué andaba. Cocinamos pastas mientras ella y su esposo contaron la
crónica de su reciente viaje a Egipto. A las doce, en el techo del edificio
abrimos champaña. Después, sacamos tres maletas vacías, grandes para que los
viajes fueran largos, los pasaportes, un dinero y nos metimos con todo en la
camioneta. En el asiento delantero iban Clo y Humberto y en el trasero iba yo
con Capuccino, el gato. Claro, no íbamos a dejarlo. La vuelta a la
manzana se convirtió en una gira de media noche por la zona de las embajadas.
Nos deteníamos en cada una y gritábamos su nombre para que el cosmos grabara la
ruta del año que empezaba. Fue la última vez que nos reímos tanto. Se cerraron
esa noche los tiempos buenos de una amistad que no volverá a repetirse. A
comienzos de ese año le encontraron cáncer. Murió en diciembre, hace ocho años. Pocas palabras para describir la perdida. Tenía una amiga, una verdadera./ SYLVIA DAVILA MORALES ®