14 January 2011

ELVIS


By: Sylvia Davila MM
Bogotá


ENGLISH  VERSION
Trabajaba en Washington DC y vivía en una casa en un barrio muy verde de Maryland. Pensé que para mis hijos de siete y once años, lejos de la familia y los amigos, sería bueno conseguir una mascota. A mi también me encantan. Una revisión concienzuda de los periódicos - Internet apenas comenzaba- me llevó a un criadero de gatos “punto azul”: pelaje abundante, lacio y deslumbrantemente blanco tapujado con ojos azul cielo californiano. En las puntas de las orejas el pelo se vuelve gris intenso, razón del nombre.  De dos meses de nacido era todo un espectáculo. Le puse Elvis. Y me lo llevé para la casa sin saber que estaba entrando a una aventura en mi vida que no esperaba. 

El primer encuentro con el tortuoso camino que tendríamos Elvis y yo, se dio en la primera visita al veterinario, cuando una doctora seria y precisa, lo levanta, lo examina y sin ningún aspaviento dictamina: “Pues bien, tal y como sucede Elvis es hembra”.  La señora que me lo vendió me había asegurado que era un macho, yo lo había bautizado y ya respondía al nombre, y como no parecía tener ningún sentido explicarle a un gato la falta de concordancia entre el sexo y el nombre, se quedó con el nombre. Exactamente al mismo tiempo en que los niños se enamoraron de él empezaron las lluvias. Un descuido con la puerta y Elvis desapareció. 

Lo buscamos durante dos días. Al tercer día, golpean a la puerta. Es mi vecino británico que me dice: “Creo que su gato esta en mi jardín trasero pero yo recomendaría no traer a los niños”. Efectivamente, a Elvis lo habían atacado uno, quizás varios, raccons y estaba no solamente muerto, sino horriblemente muerto. Guardé silencio y convencí a los niños de volver al colegio mientras Elvis regresaba. Los llevé y regresé a prepararme para salir a conseguir un nuevo, y esta vez macho,  Elvis que los recibiera cuando volvieran. Pero al salir caigo en cuenta de que el gato está en una bolsa en el garaje y, por su puesto, no puedo dejarlo allí. 
Inicialmente, pensé haber solucionado el problema con la eficiente oficina de protección de animales, pero solo venían a recogerlo si estaba enfermo, muerto debía enterrarlo yo. De nuevo, el vecino me prestó una pala. Nunca deja de sorprenderme la novedad de todo encuentro con lo desconocido cuando di la primera palada para abrir un hueco de un metro de profundidad, reglamentario, en el jardín trasero de la casa, lo suficientemente rápido para alcanzar a ir a buscar al nuevo gato, y con una herramienta que no había usado jamas. Dos horas después, mis riñones y yo lo habíamos hecho. Acto seguido, por teléfono conseguí mi nuevo Elvis, lo recogí y ahí estaba sentado con sus ojos de almendra fijos en los niños cuando regresaron. 
Al año, cumpliendo un acuerdo de amigos, los niños se fueron a vivir con su padre un tiempo. Elvis y yo nos quedamos. Buena compañía. Tranquilo, independiente, cariñoso, lindo, auto-suficiente, entendió las rutinas de mi trabajo y se acomodó a sus anchas en la casa. Elvis, el rey. Yo ya le había explicado que sería un gato de interior. Con niños en la casa, debía tener control de su higiene, así que tendría que limitar sus merodeos al jardín de la casa cuando saliera conmigo. Elvis registró la cerca y aceptó sus linderos. Una tarde en la que el cuidado del jardín se prolongó hasta casi caída la noche, cuando fui a cerrar jornada no lo vi cerca. Tampoco respondía. De nuevo, el paciente vecino me prestó una linterna y me adentré en el jardín trasero. Otro encuentro con lo desconocido. Heme ahí parada en medio de un bosque oscuro, sosteniendo una linterna y gritando “Elvis, Elvis, a dónde te has ido?”. Lo pienso ahora, pero en ese momento no rogué que nadie me viera. 
De pronto, brota de la lejanía un “Miauu” apenas audible. Apliqué rigurosa geometría a la búsqueda en el jardín pero no lograba acercar el maullido. Me llamaba desde muy lejos. Opté por detenerme para, en silencio, aislar el sonido hasta que no tuve duda: venía de arriba. Con la linterna escudriño los árboles y allá arriba, bien allá, rebota la luz en los aterrorizados ojos de Elvis. Estaba lejos, muy lejos. Un árbol de tronco macizo y sin ramas en su primeros cuarenta metros, terminaba en una frondosa vegetación de la que se aferraba Elvis con las cuatro patas. Subió sin pensar en la bajada. El primer impulso de disuadirlo a que lo hiciera se desvaneció rápidamente. Nadie en su sano juicio intentaría bajar en perpendicular desde esa altura, ni siquiera un gato. 
No conocía a nadie en el barrio, así que acudí de nuevo al vecino para  oír alguna idea. Me miró en silencio por unos segundos y dijo: “Sañora Davíla, puedo hacerle una pregunta? Por supuesto, dije yo. “Alguna vez ha visto un gato muerto en la copa de un arbol?”. Pese a la lógica demoledora de la pregunta fui incapaz de acostarme a dormir a la espera de que encontrara la forma de hacerlo. Los bomberos parecía una opción lógica, largas escaleras, pero aunque les recordé que en todas las películas lo hacen, de hecho sucede solo en las películas. Los bomberos no rescatan gatos. Pensé entonces en la policía en donde me recomendaron buscar ayuda en la oficina de protección de animales. Ya era media noche. Un contestador automático prolongó la espera hasta horas hábiles.  Le expliqué a Elvis la situación - dada su ubicación también a todo el barrio - y leí hasta las siete de la mañana, hora en que salí a medir la situación y a consentirlo.  
Caminé hasta el árbol, me paré debajo, miré hacia arriba y me encontré con un escena extraordinaria.  La noche anterior, todas las aves del bosque se habían acostado a dormir como cualquier otra noche. Al despertar, tenían a Gotzilla sentado a pocos centímetros de los nidos. Estaban aterrorizadas... pero no tanto como Elvis. Por turnos organizados, pájaros de todos los tamaños lo sobre-volaban a doscientos kilómetros por hora y al pasar lo picoteaban. Querían sacarlo. Bajarlo era urgente. 
Le pedí al vecino una escalera. Si, no podía creerlo pero me la prestó. La recosté sobre el techo del jardín trasero y, contra todos los pronósticos,  hice exactamente lo mismo que Elvis: subí sin pensar en la bajada. Subí los varios ascendentes techos de la casa estilo republicano, hasta que llegué al punto más alto. Nada que hacer. Estaba a mitad de camino entre el cielo, en donde estaba Elvis, y el suelo... y el ataque aéreo sobre Elvis no se detenía.  Necesitaba ayuda y pronto. Al voltear la cabeza... estaba alto, bien alto.  Incapaz de dar un paso, me acosté boca arriba en el techo, mirando el cielo y esta vez sí rezando que nadie me estuviera viendo. Finalmente me arrastre en shabasana, posicion de yoga fácil de imaginar, hasta la escalera y sin mirar hacia abajo logre voltearme y bajar. 
La oficina de protección de animales no presta ese servicio, bajar gatos de los árboles, pero me dieron el nombre y teléfono de un profesional en hacerlo... tercer encuentro con lo desconocido. Segura de que la situación de Elvis era desesperada, y que solo sería superada por la misma desesperada situación pero a medio día de un agosto candente, me di a la tarea de encontrar al bajador de gatos. Marco el numero y ... un contestador automático! 
Primer mensaje - 8:00 am : “Hola, mi nombre es Sylvia. Mi gato, quizás perseguido por un raccoon, trepó a un árbol gigante y no se puede bajar.  En la oficina de protección de animales me informaron que usted me puede ayudar. Llámeme por favor.”
Segundo mensaje - 9:00 am: “Hola, es de nuevo Sylvia. Solo quería recalcar que mi gato ha estado en una situación muy difícil toda la noche... que es una gato de pelo largo y que en pocas horas el sol estará en su cenit en pleno verano. Gracias por llamarme pronto. “
Tercer mensaje - 10:00 am: “Mire, si no puede prestarme el servicio dígamelo, pero dígamelo ya! para que yo pueda buscar otra solución”.
Cuarto Mensaje- 11: 00 am. : “En dónde diablos está metidooooo!
Finalmente, y antes que Elvis se asara o sucumbiera al ataque aéreo, una voz muy profesional me informa que va camino a mi casa. Con una cincha como la que usan los operarios de los postes de teléfonos, un hombre confiado en su destreza subió con habilidad el tronco, no sin antes advertirme “ Aveces cuando llego arriba el animal se asusta y se bota...” La subida me pareció eterna. Contra todo pronóstico y como en los dibujos animados, Elvis, literalmente, se abrazó de su cuello. Tomó más de una tarde calmarlo y me costó doscientos cincuenta dólares. Pero también, como suele suceder, compartir dificultades profundiza los lazos. 
Continuamos nuestra feliz vida juntos hasta que llegó para mi el momento del regreso. Me preparé para traerlo. Pero en los tramites iniciales me enteré que su guacal esperaría en la pista en Miami el tiempo que duraba la conexión que eran tres horas. Y otra vez en verano. Yo no le podía hacer eso a Elvis. Necesitaba una nueva familia. Encontré una, puse una cita, le expliqué a Elvis la situación y me fui a llevarlo esta vez sí rogando poder dejarlo en una situación que no me destrozara. Una pareja rondando los cuarenta, amable y descomplicada abrió la puerta. Elvis y yo nos abrazábamos... hasta que  vi al niño. Elvis también lo miraba. Rostro dulce, despelucado, ojos transparentes, un niño de ocho años, sin preguntar lo tomó de mis brazos y Elvis lo dejó hacerlo. Supe que se habían gustado. Por si acaso le advertí mantenerlo lejos de los raccoons.  SILVIA DAVILA MORALES ®

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